por Ignacio Ramonet publicado el 11/09/15
IGNACIO RAMONET / LA JORNADA – En el marco de la globalización económica, el sistema democrático se enfrenta a una paradoja: los ciudadanos se desinteresan de la política, como lo demuestra la subida de la abstención en muchas elecciones. Pero, por otra parte, esos mismos ciudadanos desean controlar mejor la acción pública y participar más en la elaboración de proyectos que les conciernen directamente. ¿Cómo conciliar estas dos tendencias?
Por primera vez hay en el planeta más sistemas democráticos y más alternancias democráticas de gobierno que nunca. Hace 40 años, cuando la transición en España, había apenas unas 30 democracias. Actualmente, el número de países democráticos –en distintas fases de consolidación– es superior, según la ONU, a 85. O sea que la democracia se ha convertido en el sistema de gobierno con mayor legitimidad en el mundo global. Sin embargo, nunca estuvimos tan descontentos con la democracia. Los síntomas de este malestar son cada día más visibles. El número de posibles electores que deciden no votar es cada vez mayor. En una encuesta realizada por Gallup Internacional en 60 países democráticos
, sólo uno de cada 10 encuestados pensaba que el gobierno de su país obedecía la voluntad del pueblo
.
En muchos Estados democráticos se observa también el (re)surgimiento de partidos de tradición antiparlamentaria, en su mayoría de derecha populista o de extrema derecha. Países de indiscutible tradición democrática –Suiza, Dinamarca, Finlandia– están hoy gobernados por (o gracias al apoyo de) partidos de extrema derecha, que cuestionan la legitimidad del funcionamiento democrático actual. Pero también muchos simples ciudadanos, brutalmente golpeados por la crisis (véase, en España, el movimiento 15-M), cuestionan la sumisión del sistema democrático a los nuevos megapoderes financieros y mediáticos. Existe, pues, un rechazo respecto del funcionamiento actual de la democracia. La confianza en los representantes políticos y en los partidos se está erosionando. El sistema representativo parece incapaz de dar respuesta a las nuevas exigencias políticas. Y un sector importante de la población ya no se contenta con la emisión de su voto cada tantos años, sino que quiere participación.
En esta situación resulta cada vez más difícil llevar a cabo reformas o tomar decisiones políticas de cierto alcance. Los intereses de poderosos lobbies o grupos de presión, las campañas mediáticas, pero también la defensa de legítimos derechos adquiridos por determinados grupos de ciudadanos, dificultan los cambios. La política ya no se atreve a tocar ciertos temas y, si lo hace, tiene a veces que enfrentar resistencias fuertes; en muchos casos debe dar marcha atrás.
La mayoría de los ciudadanos están convencidos de que la democracia es la mejor fórmula de gobierno existente pero, por otro lado, en mayoría también, desconfían de sus representantes políticos y de los partidos. Recordemos lo que decía nuestro amigo José Saramago: Es verdad que podemos votar. Es verdad que podemos, por delegación de la partícula de soberanía que se nos reconoce como ciudadanos con voto y normalmente a través de un partido, escoger a nuestros representantes en el Parlamento. Es cierto, enfin, que de la relevancia numérica de tales representaciones y de las combinaciones políticas que la necesidad de una mayoría impone, siempre resultará un gobierno. Todo esto es cierto, pero es igualmente cierto que la posibilidad de acción democrática comienza y acaba ahí. El elector podrá quitar del poder a un gobierno que no le agrade y poner otro en su lugar, pero su voto no ha tenido, no tiene y nunca tendrá un efecto visible sobre la única fuerza real que gobierna el mundo, y por lo tanto su país y su persona: me refiero, obviamente, al poder económico, en particular a la parte del mismo, siempre en aumento, regida por las empresas multinacionales de acuerdo con estrategias de dominio que nada tienen que ver con aquel bien común al que, por definición, aspira la democracia
.
O sea, estamos frente a una paradoja dramática: nunca tuvimos tanta democracia, pero tampoco nunca hubo tanta desafección y tanta desconfianza frente a la democracia representativa. Entre las causas de esa desafección podríamos citar las 10 siguientes : 1) Demasiadas desigualdades (ricos cada vez más ricos, pobres más pobres). 2) Crisis del Estado y de lo público, atacados por las teorías neoliberales adictas al Estado mínimo
. 3) Carencia de una sólida cultura democrática. 4) Nefasto efecto de los casos de corrupción de políticos (tan frecuentes en España). 5) Dificultades en la relación entre los partidos y el resto de la sociedad civil. 6) Subordinación de la actividad política a los poderes fácticos (mediáticos, económicos, financieros). 7) Sumisión de los gobiernos a las decisiones de organizaciones supranacionales (y no democráticas) como el Banco Central Europeo, el G-20, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la OCDE, la OMC, etcétera. 8) Incremento de los enfrentamientos entre la sociedad civil y los gobiernos. 9) Discriminaciones o exclusiones hacia categorías sociales o de género (migrantes, homosexuales, sin papeles, mujeres, gitanos, musulmanes, etcétera). 10) Dominación ideológica de grupos mediáticos que asumen el rol de oposición y defienden sus intereses y no los de los ciudadanos.
En muchos países, el crecimiento macroeconómico no se traduce en mejoras en el nivel de vida de la población humilde. Lo cual crea malestar microsocial. Existe un dato alarmante: una investigación realizada en América Latina por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) reveló que 45 por ciento de latinoamericanos decían preferir someterse a una dictadura que les garantizase empleo y salario suficiente, a vivir en una democracia que no los sacara de la miseria…
Lo cual significa que muchos de los desafíos para la democracia vienen de la pobreza y de la desigualdad. Tocamos ahí el núcleo fundacional del pensamiento democrático moderno. Jean Jacques Rousseau decía, en El Contrato Social, que el Estado social será ventajoso para los seres humanos sólo cuando todos posean algo, y ninguno tenga demasiado
.
Por otra parte, en el marco de la globalización neoliberal, el Estado pierde capacidad reguladora sobre un mercado que, a su vez, deja de ser nacional. Las empresas trasnacionales y los mercados financieros dejan de necesitar al Estado como soporte. De esta manera, lo característico hoy es el debilitamiento de los Estados. La era de los Estados nacionales y, sobre todo, la era del Estado democrático culminó con la aparición de realidades políticas como los partidos de masas, la cultura de masas y el convencimiento colectivo de que los súbditos dejaban de ser súbditos (a los cuales se ordena) para convertirse en ciudadanos (a los cuales hay que convencer).
Hoy, el Estado nacional cede parte de sus poderes a instancias supranacionales (por ejemplo, la Unión Europea) y también a instancias subnacionales (en España, las autonomías) dado que globalización y descentralización se dan, universalmente, como dos procesos coetáneos. La globalización vuelve a la democracia menos relevante, pues cada día son menos las decisiones importantes que se toman dentro del ámbito de los Estados nacionales. La democracia realmente existente
vive de ese modo un conjunto de transformaciones que la sitúan muy lejos de sus tres modelos matrices: la reforma parlamentaria británica de 1689, la revolución americana de 1776 y la revolución francesa de 1789. El elector deja de ser un ciudadano (que hay que convencer) para convertirse en un consumidor (al cual hay que seducir). En este panorama cultural, el ejercicio de la democracia representativa deja de ser una actividad llena de sentido para convertirse, a ojos de los ciudadanos, en un espectáculo interpretado por una casta ajena, en el que no participa realmente.
Tenemos así una doble transformación. Por un lado, la globalización ha disminuido el peso del Estado nacional y la relevancia de la vida política democrática. Y, por otro lado, la transformación cultural que lleva a la tele-video-política ha erosionado la relación entre los ciudadanos y la cosa pública.
Podemos decir que estamos, pues, en una situación en la que los instrumentos de la democracia forjados durante dos siglos dejan de ser eficaces. Y aunque parece que asistimos al triunfo generalizado de la democracia, más bien asistimos al ocaso de sus éxitos. Porque prevalece una marcada exclusión de la mayoría de la población respecto a la toma de decisiones sobre los asuntos públicos. De manera que el consenso se reduce a minorías (la casta) no representativas de la pluralidad de intereses de una sociedad.
Así ha emergido la exigencia de una democracia directa
y de la participación ciudadana en la gestión pública, que pueden verse como las dos caras de la democracia participativa. Después de América Latina, Europa vive hoy un debate entre democracia representativa y democracia participativa. La principal expresión de la democracia participativa es la participación ciudadana
, un proceso mediante el cual el ciudadano se suma, en forma individual o colectiva, a la toma de decisiones, al control y la ejecución de las decisiones en los asuntos públicos.
La sociedad civil y algunos movimientos sociales estiman que los partidos son los causantes principales de la desafección ciudadana frente a la democracia. Es un debate, en nuestra opinión, estéril: no hay democracia sin partidos, y los males de los partidos son, en parte, los mismos que aquejan a otros sectores de la sociedad. Pero los partidos deben asumir que ellos solos ya no son suficientes para hacer democracia. Tienen que reconstruir su legitimidad con base en transparencia y democracia interna. Y admitir que a la gente ya no le basta con meter un voto en las urnas cada cuatro o cinco años… Los ciudadanos ya no aceptan ver su rol en el debate público limitado a eso.
Las constituciones de Venezuela (1999), Ecuador (2008) y Bolivia (2009), entre las más avanzadas del mundo en esta materia, hablan de democracia participativa
y ya no de democracia representativa. Porque se proponen, en efecto, de democratizar la democracia. Aunque, en general, hay consenso en torno a la necesidad de conservar la democracia representativa, aparece ahora evidente la necesidad de fortalecer, dentro de ella, los mecanismos de participación, para tratar de superar el divorcio entre política y ciudadanía.
Recordemos que la introducción de mecanismos de democracia directa (la iniciativa legislativa popular y la consulta popular mediante plebiscito o referéndum) no debilita la democracia representativa. Lo demuestra el hecho de que esos mecanismos existen, por ejemplo, en Suiza, Italia, Estados Unidos y cada vez más en la Unión Europea. Existe también el mandato revocatorio
que sólo se ha establecido, a escala nacional, en Venezuela (incluso para el Presidente de la República). Venezuela es el único país del mundo en el que se ha efectuado, en 2005, una consulta popular para revocar el mandato presidencial. Ganada, por cierto, por el presidente Hugo Chávez. Pero la revocatoria local sí existe para instancias subnacionales (regionales, municipales) en otros Estados latinoamericanos: Argentina, Colombia, Ecuador, Bolivia, Perú, etcétera.
En fin, lo que debe quedar claro es que nuestras democracias necesitan nuevos pactos sociales y constitucionales (urgencia, en España, de una nueva Constitución federal) para construir democracias de ciudadanos –y no sólo democracias electorales– en la que no puede haber exclusiones. Además, el modelo representativo no ha dado respuestas satisfactorias a temas tan actuales como los problemas del medio ambiente, las amenazas contra la biodiversidad, el recalentamiento global, el desempleo, el envejecimiento demográfico de las sociedades europeas, la cibervigilancia masiva, las migraciones, la marginación y la pobreza del mundo.
Si la democracia sigue siendo el modelo que mejor promueve el debate y el diálogo como mecanismos de resolución de los conflictos sociales, el sistema representativo impide una participación real y eficiente de la ciudadanía. Resulta evidente, por consiguiente, que la defensa del bien común a largo plazo sólo es posible con –y no contra– los movimientos sociales y los ciudadanos. De ahí la urgencia de democratizar la democracia.