El límiete oriental de la OTAN frente a Rusia vive en las últimas semanas como si el reloj hubiera retrasado 30 ó 40 años. Moscú y Washington –con sus aliados europeos- se acusan mutuamente de elevar la tensión militar y van respondiendo a las últimas medidas del adversario en una espiral en la que ahora le toca mover pieza a Rusia, a la espera de la llegada de Donald Trump.
El temor de los países bálticos –con Ejércitos minúsculos y sin Fuerza Aérea- a Moscú desde la intervención rusa en Ucrania y su anexión de Crimea llevó a la OTAN a mover pieza en el tablero. Temen además que el compromiso de la nueva Administración estadounidense con la seguridad colectiva que proclama el tratado de la Alianza Atlántica sea puesto en duda por el nuevo presidente.
El temor a la posible amistad Trump-Putin perdió cierta intensidad esta semana cuando, en sus audiencias de confirmación, los futuros secretarios de Estado –Rex Tillerson- y Defensa –James Mattis- se mostraron duros contra Rusia. Mattis llegó a decir que Moscú pretende romper la OTAN y Tillerson que la anexión de Crimea fue “un acto por la fuerza”.
La OTAN prometió en septiembre y empezó a mover esta semana hacia Estonia, Letonia, Lituania y Polonia cuatro brigadas de hasta 1.000 hombres por cabeza –mayoritariamente estadounidenses- así como vehículos blindados de transporte de tropas, artillería de campaña y, por primera vez desde hace más de dos décadas, 87 tanques y 144 vehículos blindados ‘Bradley’.
El movimiento, que la OTAN asegura que es defensivo y sólo pretende mostrar a Moscú que los aliados occidentales responderán solidariamente ante cualquier intento ruso de desestabilizar a las repúblicas bálticas u otro país de la región, incluye tropas de otros países como Reino Unido, Dinamarca, España, Noruega y Polonia.
Según Rose Gottemoeller, alto cargo estadounidense de la OTAN, el despliegue es “proporcionado y medido”. Las tropas rotarán durante meses por bases militares de Lituania, Estonia, Letonia, Rumanía, Bulgaria y Hungría.
Moscú, como en la Guerra Fría, respondió diciendo que el despliegue aliado es una “amenaza” para su seguridad y que no se quedaría de brazos cruzados. Mientras los tanques cruzaban la frontera germano-polaca, el portavoz del Kremlin Dimitri Peskov decía que “estas acciones amenazan nuestros intereses, nuestra seguridad, especialmente porque conlleva el aumento de la presencia militar de un tercer país –en referencia a Estados Unidos- cerca de nuestras fronteras”.
Rusia había desplegado en noviembre en su enclave de Kaliningrado –una reliquia de la Guerra Fría entre Polonia y Lituania- misiles 400-S tierra-aire y misiles ‘Iskander’.
Los dos tipos de cohetes cambian la situación militar en la región. Los 400-S tienen capacidad para derribar casi cualquier avión que sobrevuele el espacio aéreo báltico, patrullado por cazabombarderos de la OTAN. Y los ‘Iskander’, de medio alcance, tienen capacidad nuclear y, según contaban las agencias rusas en noviembre, se apuntarían a objetivos europeos.
Moscú asegura que esos cohetes son la respuesta rusa a la construcción –ya en marcha- en Rumania y Polonia de los componentes europeos del escudo antimisiles. El sistema, destinado según Estados Unidos a parar un eventual ataque con misiles balísticos desde algún régimen díscolo –las miradas apuntan a Corea del Norte e incluso a Irán- sería incapaz de frenar un ataque de saturación desde Rusia.
Pero los rusos creen que la composición del escudo antimisiles permite también que se use para lanzar misiles de crucero tierra-tierra desde Rumania o Polonia hacia su territorio.